Hoy León baja el volumen. No es un silencio total, aún respira, solo que más despacio. Crisantemos a la entrada, una radio vieja en un bar cercano, pasos que buscan un nombre.
—¿Te dejo aquí las flores, mamá?— dice una voz pequeña, aprendiendo a hablar con los muertos.
—Ponlas derechas, que le gustaba el orden— responde un hombre, midiendo con la vista el mármol como quien coloca un cuadro en el salón de su casa.
Este sábado León huele a cera templada, a tierra mojada, a recuerdos felices. La luz de noviembre entra velada y hace brillar los bronces: 1938, 1975, 2002. Una mujer acaricia letras gastadas. No llora, recita listas: el pan, la cita del médico del miércoles, “y que te sigo contando todo, como siempre”. Dos hermanas discuten si la foto era de cuando el abuelo aún llevaba sombrero. Ganan las dos: lo recuerdan distinto, y las dos tienen razón.
Pasa un grupito con escobas y chalecos, el ruido del cepillo en la piedra parece lluvia fina. Un niño cuenta ángeles: “uno, dos, tres…”. A lo lejos, las campanas que llaman a misa abren hueco entre las conversaciones. La gente se acomoda al borde de las lápidas como quien toma asiento a mitad de película. Una anciana, antes de irse, endereza la vela del vecino: “Para que le dure más”. El gesto es pequeño y a la vez enorme.
Cuando el sol empiece a caer, el viento enfriará los dedos y las bolsas de plástico sonarán como las olas del mar. A esa hora, ya casi nadie corre. Se camina despacio, con ese pudor de los días solemnes. Y al salir, un reflejo fugaz en la chapa de un coche, una silueta que se mueve por el rabillo del ojo. Algo o alguien en el aire como diciendo adiós o aún hola. Y el ruido de la ciudad vuelve, pero mucho más bajo, como si alguien hubiera aprendido a hablar en voz baja.






