- Fango por las rodillas, destrucción casi total y enseres de miles de viviendas en las calles constatan un escenario de terror en Catarroja, Albal, Massanasa, Alfafal y Paiporta, con vías en las que aún hoy solo han llegado vecinos y voluntarios
Juan López / ICAL
“Es una situación realmente excepcional. Solo es comparable a un tsunami o un terremoto. La gente está rota”. Enrique de la Cruz, uno de los mandos del Servicio de Bomberos del Ayuntamiento de Valladolid, descansa varios minutos y se retira la mascarilla a las puertas de un garaje en Albal, uno de los pueblos de la Huerta Sur de Valencia. Una semana después, la desolación en la zona cero de Valencia es absoluta. “Ahora estamos achicando agua de este bajo”, señala, mientras apunta hacia un espacio en el que ayer mismo han rescatado a una persona fallecida que intentó sacar su vehículo cuando la riada en esta zona ya alcanzaba 1,80 metros.
Fango por las rodillas, destrucción casi total, olor continuo a gasolina, coches volcados y partidos en dos, otros dentro de viviendas medio derruidas y enseres de miles de viviendas en las calles constatan un escenario de terror en Catarroja, Albal, Massanasa, Alfafar y Paiporta, la zona cero de la riada causada por la Dana. El tiempo se ha detenido de repente. Aún siete días después hay vías en las que solo han llegado vecinos y voluntarios. En una de esas zonas trabaja hoy otro grupo de los bomberos vallisoletanos. “Se acaba de ir un grupo de los nuestros a una zona de Paiporta en la que todavía no ha llegado la ayuda”, señala De la Cruz.
Un equipo de Ical se dirige hacia allí. Es necesario caminar casi ocho kilómetros, envueltos en botas de goma y con cinta alrededor de las rodillas para evitar empaparse los pies. No se distinguen las aceras de las calzadas y solo una silla de un bar, una sombrilla o una mesa advierten de la existencia de alcantarillas abiertas para dejar fluir el agua retirada. De repente, coches en una ‘rambleta’, en Catarroja, arrastrados por la riada, que en algunos puntos, aparte de altura, tomó una velocidad endiablada. Alberto, espera a distancia, con pantalón corto y botas, a que una grúa y los bomberos de La Coruña, extraigan su coche, que irá directo al desguace: “El coche estaba aparcado a un kilómetro de aquí. Imagina cómo ha llegado hasta aquí”. Junto a su hijo pequeño, se pudo salvar por unos pocos minutos.
De la Cruz explica que “nadie puede imaginarse lo que se va a encontrar aquí antes de venir, porque esto es realmente catastrófico”. “Muchos vecinos se acercan y nos piden ayuda para vaciar sus sótanos o garajes. Y cuando terminamos se nos ponen a llorar. Y les damos un abrazo y casi somos sus psicólogos. Es muy duro”, acierta a pronunciar, segundos antes de volver a perderse en la oscuridad de una rampa, desde la que solo se escucha el ruido de los generadores para sacar el agua y se denota un fuerte olor a combustible.
La zona cero no es un pueblo, ni una calle. La zona cero son 150.000 personas que residen en la Huerta Sur. Cada una con sus dificultades y sus problemas, y sus casos personales. “La gente no hace más que trasladarnos su agradecimiento. Son muy buena gente, al igual que los voluntarios”, remarca De la Cruz.
Una avenida, siete pueblos
Una gran avenida une siete pueblos, desde Beniparrel hasta La Torre. Solo una calle separa Albal de Catarroja, donde la imagen empeora a cada metro. Una estantería y un espejo roto, como símbolo de la situación, se anteponen en el camino, en el que los tractores, los remolques y la maquinaria pesada se afanan en liberar todo un conglomerado de escombros, que a algunos les provocan cortes en su manos y pinchazos en la planta de los pies, motivo por el que los sanitarios han aconsejado vacunarse del tétanos a voluntarios y vecinos.
Un nuevo puente, sin vallas, lleno de maleza y con juncos arrastrados por la Rambla del Poyo se sitúa delante. Parece mentira, pero hoy este cauce casi no lleva agua. Tras ese paso, aparece Massanassa, y nada más llegar, integrantes del Ejército de Tierra dirigen grupos de voluntarios para un trabajo más ordenado. En esta localidad, y más adelante en Paiporta, la calle todavía se asemeja a arenas movedizas. En algunas esquinas, el fango salpica al paso de los vehículos de emergencia. Algunos de ellos se detienen en las farmacias, únicos establecimientos que han podido abrir tras un trabajo extenuante de los voluntarios desde el primer día, debido a su importante servicio público.
En ellos se forman largas colas, principalmente de gente que acude a por medicinas para sus abuelos o mayores, con la tarjeta sanitaria y con un papel escrito a mano, lo que no evita que se entregue la medicación que requiere cada uno.
De repente se escucha, desde varios altavoces, una petición del Ayuntamiento, como si de una advertencia se tratara. “Massanasa pide a sus vecinos que dejen de arrojar agua y barro a la calle porque las fecales van a aflorar”. “Lo que faltaba”, se escucha decir desde la fila de la farmacia, con un miedo real sobre la posibilidad de las enfermedades infecciosas que pudieran surgir, lo que ya se está considerando como la segunda Dana.
A lo lejos, el pueblo de Massanasa se acaba. Solo una rotonda le separa de Alfafar, otra más de Benetúser y La Torre, y algo más alejado, Paiporta. Aún queda mucho por hacer. Ha transcurrido una semana y los vecinos cada vez se encuentran más desmoralizados, incrédulos por lo que ha sucedido. Pero la Huerta Sur de Valencia mantiene un hilo de esperanza; y a ella se agarran. “¡Muchas gracias!” se despide, entre lágrimas, una vecina, y agarra del brazo a Enrique de la Cruz.