En el último Pleno del municipio de San Andrés del Rabanedo, León, la portavoz de Izquierda Unida denunció que su sede había sido atacada por un grupo de neonazis. Este acto de vandalismo consistió en pintar en los cristales de su sede mensajes como “al horno” y “asesinos”, además del famoso 88 en referencia a la famosa expresión nazi “Heil Hitler” y el símbolo de las SS. Izquierda Unida y Podemos ya han sufrido en León más ataques a sus sedes, y más allá de la ilegalidad de estos actos totalmente denunciables y sancionables, me lleva a pensar en la creciente polarización que vive nuestra sociedad, además del bajo nivel que tiene la clase política.
Pintar con ideología nazi la sede de un partido político en democracia debería ser un acto rechazado por todas las formaciones políticas, independientemente de cual sea el partido que ha sufrido los daños. Sin embargo, desde 2015 cuando se rompió con el bipartidismo del sistema de partidos, el radicalismo empezó a aumentar progresivamente hasta llegar al punto en el que se ve al partido rival como un enemigo en lugar de verlo como otra alternativa legítima y democrática. En este contexto de pugna política, perder las elecciones es una
tragedia, como ha pasado con las últimas elecciones: la derecha no ha aceptado como legítimo el gobierno de coalición de izquierdas, cuando lo que deberían hacer es trabajar juntos a pesar de las diferencias y más en momentos de crisis como el actual. El politólogo Juan Linz explicó que cuando un político no reconoce la legitimidad de sus oponentes, es una causa de preocupación, pues podría llegar a poner en peligro el sistema democrático, al igual que otros factores como tolerar violencia, tener voluntad de restringir libertades o llevar a cabo discursos populistas diciendo que la democracia está corrupta. En el panorama político actual, los partidos convierten la competición política en una guerra por poder, como hemos visto que se ha acentuado con la gestión de la crisis del Covid-19.
Esta polarización no es solo un fenómeno que se da en la clase política, sino que está presente en el conjunto de la sociedad. En los años de la Transición, la radicalización fue mínima y predominó una cultura política centrista. Más allá de ser de izquierdas o de derechas, todas las personas querían situarse en el centro del espectro político, rechazando los radicalismos. Esto fue así porque se salía de una dictadura y la gente quería olvidar el pasado y vivir en paz sin más conflictos políticos, además de que el conocimiento de la población sobre la gestión de los asuntos políticos era bastante bajo, pues aún se concebía como algo de las élites. En cambio, en nuestros días todos tenemos pleno conocimiento sobre política y gran acceso a la misma. Sentimos que tenemos capacidad de incidir en las decisiones, lo que genera una sociedad más participativa y políticamente activa. Esto ha traído una radicalización inexistente décadas atrás. La polarización impide llegar a consensos y esto se acentuó mucho más con la entrada de Vox al Congreso que hizo que tanto el PP como Ciudadanos se situaran en la ultraderecha. Es difícil, de hecho, distinguir muchas veces al PP de Vox.
Ante esta situación, no es sorprendente que un grupo de radicales ataquen una sede contraria a su ideología. Sin embargo, sí me ha sorprendido los mensajes empleados para ello. ¿Hasta qué punto hemos llegado para banalizar de esta forma lo que ocurrió en Europa los años del nazismo? A medida que se produce el relevo generacional, las guerras o la opresión se convierten en simples recuerdos que ya no dan miedo y no produce ningún efecto saber lo que pasó. Por eso parece incluso normal que alguien pinte la esvástica o que grite “arriba España”, porque con el paso de los años se pierde su significado. Saben lo que pasó, pero no pueden sentirlo. Se olvida lo que es una dictadura y cuando un pueblo olvida su historia, está condenado a repetirla.
Por ello creo que debemos recuperar la tolerancia política que evidentemente se ha perdido. En una democracia puede haber posiciones contrarias, pero todas deben respetar los principios básicos democráticos que se aceptaron por consenso. Los grupos políticos, los líderes y los medios de comunicación tienen que moderar sus discursos para dejar de polarizar el ámbito político y la sociedad. Si los políticos se dedican a tratar de ganar una guerra política entre ellos, dejan de lado cuestiones prioritarias para la ciudadanía y el discurso se acaba centrando en temas personales de los políticos en lugar de hablar sobre los programas de cada partido. Necesitamos menos peleas y más soluciones a nuestros problemas.
Lucía de Castro, estudiante de Ciencias Políticas y Administración Pública.